sábado, 9 de agosto de 2014

El mismo amor la misma lluvia

“El mismo amor, la misma lluvia”

Perdón a todos los que son más jóvenes, pero este viernes va dedicado a aquellos amigos de más de treinta años...o cuarenta.


Hace un tiempo atrás volví a ver la inolvidable película argentina del premiado director Juan José Campanella titulada “El mismo amor, la misma lluvia” (interpretada por Ricardo Darín y Soledad Villamil) donde una pareja se vuelve a ver luego de dos décadas y la frase que más recuerdo aparece casi al final de la película, cuando luego del re encuentro ella le confiesa, totalmente empapada: “En fin…es que la lluvia ya no cae como antes”. En realidad era la misma lluvia de siempre, lo que había cambiado era su percepción, esa misma lluvia que hace años despertaba su costado romántico, ahora le producía sentimientos totalmente diferentes, porque la vida la había cambiado.
Hoy viernes, también llueve copiosamente sobre Orange y pensaba en algo parecido, recordando a aquel niño que miraba repiquetear las gotas de lluvia en la ventana de la casa de mis viejos. En esa misma casa tomé el más sabroso café con leche que jamás probé, con unos enormes panes con manteca y dulce de leche, luego que mamá tocara mi hombro y susurrara cada mañana al lado de mi cama: “Dantecito…arriba!”

Como suele decir Andrés Miranda, un respetado colega y periodista: “Hay días que quieres meterte de nuevo en la foto, cuando éramos unidos y estábamos juntos. Cuando a nadie se le ocurrían las distancias y pensábamos que siempre seríamos pequeños, que nadie se iba a morir y que una casa bastaba para todos. Haciendo un dibujo lleno de amor para el día de la madre, pensando que le harías miles, uno cada año o cada mes…y solo fueron dos o tres. Los días sin heridas, sin temores, cuando se cerraba la puerta después que entraba el último, cuando ni en sueños pensabas faltar a un cumpleaños y ahora no puedes ir a ninguno.”
En casa había montones de libros, de toda clase de autores y géneros y especialmente en los días de lluvia, donde la televisión se veía llena de llovizna a causa del viento que azotaba la antena, aprendí a leer con voracidad, con placer, con ganas y hasta con cierto desorden, imaginando que yo era parte de aquellas asombrosas historias. Podía pasarme una tarde entera a bordo del enorme navío de Sandokán, navegando en un pequeño bote sobre el Mississippi junto a Tom Sawyer o sentado junto a la chimenea de la vieja cabaña del Tío Tom. En casa no solo había una biblioteca repleta de libros, sino que además si el día era muy lluvioso, quizá mamá hasta me dejaba volver a leer la vieja colección de revistas Billiken (todas recortadas por mis hermanos para sus tareas escolares) que ella atesoraba en lo más alto del placard, amarradas prolijamente con un hilo que antes había servido para atar alguna caja de pizza. “Si lees mucho, nunca tendrás faltas de ortografía – me aconsejaba mamá hasta el hartazgo- además, tu manera de hablar va a ir cambiando, tu lenguaje va a ser muy nutrido, hijo”. Y aunque por aquel entonces tartamudeaba bastante, decidí pensar que mamá tenía razón y que no pararía de leer por el resto de mi vida; así que me dispuse a devorar todo lo que se podía leer en casa: libros, historietas y hasta los viejos periódicos que envolvían las papas.
En esos mismos días y luego de almorzar, veíamos películas en blanco y negro en uno de los únicos cuatro canales que podíamos ver. No había canal de dibujos animados y ni siquiera soñábamos con una videocasetera (que llegaría muchos años más tarde a la casa de algún potentado del barrio, pero nunca a la nuestra) aun así, era inmensamente feliz de compartir con mis viejos una película de Luis Sandrini, Niní Marshall, Cantinflas y si Dios era providente, hasta había posibilidad que pasaran alguna de Laurel y Hardy o Abbott y Costello, y entonces nos desternillábamos de la risa, junto a un destartalado calentador que fungía como estufa. “Los sábados de súper acción” eran los días del Far West y el televisor le pertenecía exclusivamente a mi papá. Con el supe quién era John Wayne, Gary Cooper, Kirk Douglas, Burt Lancaster o Gregory Peck; con tan solo siete u ocho años de edad, yo podía enumerarlos a todos y reconocer a cada uno. “Mirá, Están dando una de Robert Mitchum, que trabaja muy bien!”, me decía el viejo, como si fuese un eximio crítico del buen cine. Y aunque yo no entendía casi nada del argumento, nada se comparaba a tirar una almohada en el suelo y esperar la parte de los disparos o la pelea en el “saloon” , mientras la lluvia no cesaba de caer sobre las chapas de la habitación del fondo, que era donde más se sentía y se disfrutaba. Si el piso estaba muy frío (por aquel entonces ni sabíamos lo que era una alfombra) solía sentarme a la mesa con un cuaderno, un lápiz y no parar de dibujar hasta terminar mi propia historieta; “Rocko y Mel” se llamó mi ópera prima, y mostraba las desventuras de dos marcianos perdidos en la tierra.
Mamá preparaba unas tortas fritas de harina deliciosas, llenas de azúcar y cantidades industriales de grasa, pero en aquellos días nadie pensaba en la dieta o que existían comidas que podían hacernos engordar. Y de haberlo sabido, no creo que nos hubiese importado, comíamos hasta que se nos fueran las ganas, tantas como pudiéramos: “Dale, comé que estoy friendo más” –invitaba mamá.
Eran días tranquilos, de marea baja.
Yo no era “Dante Gebel” ni “El Pastor de los jóvenes”, era simplemente “El Dantecito”, un niño delgaducho, callado y mi único sueño era vivir aquel día, cortito y lluvioso, con olor a tortas fritas, películas en blanco y negro y mi pila de libros desparramados sobre la cama. Ni se me hubiese cruzado por la cabeza que algunos de mis hermanos algún día iban a morir, o que alguna vez subiría a un avión y me iría a vivir a la otra punta del mundo o que años más tarde, a alguien le podía llegar a interesar escucharme.

Este Diciembre pasado regresé a aquella casa para estar un rato con mis viejos. El barrio en el que crecimos está envejeciendo. La antigua panadería tiene un cartel que se vende. El almacén de la esquina ya no existe, tampoco la casa. Los niños crecieron y emigraron. La mayoría de los vecinos, son viejos solos. Los que fueron novios de la secundaria están divorciados. Los muchachotes que jugaban con la pelota, han muerto o también están ancianos. Me hizo acordar a una canción de Diego Torres que dice: “Pueblo mío, que estas en la colina, tendido como un viejo que se muere; la pena, el abandono, son tu triste compañía. Pueblo mío te dejo sin alegría. Ya mis amigos, se fueron casi todos y los otros partirán después que yo. Lo siento porque amaba, su agradable compañía, mas es mi vida tengo que marchar”
Hubiese querido saludar a los rostros familiares, acariciar a los perros conocidos, comprar pan calentito en la vieja panadería, o jugar en una calle llena de niños. Pero no pude. Hubiese querido darle nuevas fuerzas a mis cansados padres, o una nueva memoria a la vieja, para poder hablar de muchas cosas que ya no recuerda o le pediría que vuelva a resolver esos crucigramas que ella sola podía hacer, en cuestión de minutos. Cambiaría su andar lento por pasos firmes. Haría que recuerden todo lo que olvidaron de mi niñez y que ya no me pueden contar. Ni siquiera saben dónde quedaron todas aquellas fotos que les costó años mandar a revelar, así que, tampoco logramos encontrar alguna de cuando yo era un niñito.

Aun así y con todo aquello que ya no puedo cambiar, 38 años después y al otro lado del mundo y en otra casa junto a enormes montañas, vuelve a llover sobre mi ventana y pienso que efectivamente como dijo el personaje de Soledad Villamil: "La lluvia ya no cae como antes".
Pienso que ya no tengo cuentas pendientes con mi pasado. Fue bueno haber vivido en aquel hogar, mucho antes que me enamorara por primera vez, y muchísimo antes que Dios me pusiera de pie frente a una multitud.
Si ahora mismo estás mirando por el cristal empañado de la ventana del tiempo aquellas cosas que ocurrían allá lejos y hace tiempo, recuerda que a tu historia aún le falta el mejor capítulo. A tu concierto le espera la mejor canción. Un gran compositor guarda su obra maestra para el final. Aunque no lo creas, cada segundo de vida común es un paso dado. Cada aliento es una página que das vuelta. Cada día es una milla registrada. Estás más cerca de tu amor de lo que piensas y Dios va a regalarte que envejezcas junto a tu gran amig@ del alma, para charlar durante larguísimas horas junto a una chimenea, mientras implorarás que siga lloviendo durante toda la noche. Porque pensándolo bien, y después de todo, siempre será el mismo amor…y la misma lluvia.

1 comentario :

lucho dijo...

Preciosas palabras, no puedo mas que darte mil gracias por tus cálidas expresiones aquí en Colombia y escuchando a Rodolfo Orozco con a Cristo solo a Cristo...

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